Dinamarca 2012, Una actriz plancha sus vestuarios y un mantel antes de entrar en escena. Es su largo ritual cotidiano. Entre pliegue y pliegue de una inmensa tela blanca, aprende y recita poesías. Planchando, busca una lejana sensación de casa, a veces necesaria en esa vida en constante movimiento que la actriz había elegido a los 17 años, dejando su país y familia para irse a tierras nórdicas en busca de sueños teatrales.
El tiempo echa raíces y el desarraigo son flores espinadas. De la boca de la actriz surgen palabras extrañas en un idioma extraño. Es William Blake que habla de una inocencia oscura, de paisajes líricos pero al mismo tiempo aterradores; palabras que hablan de la pureza del alma y del acecho de las sombras. De alguna manera, esas palabras extrañas le recuerdan (a la actriz) aquellas muñecas guardadas en el desván de la casa de su abuela, aquellas muñecas viejas, aterradoras y bellas.
Así fue como, muchos años antes de que naciera este espectáculo, nació el personaje que lo habita: Una muñeca rota… Un recuerdo de un tiempo feliz, de una inocencia perdida. La construcción de mi muñeca fue simple: mi maestra Iben Nagel Rassmussen donó el traje, y yo fui encontrando los accesorios. Elena, mi hermana de oficio, fue mi compañera en la búsqueda del vestuario, entre tiendas de segunda, y objetos hechos con nuestras manos. Jugábamos con músicas que salían de su violín y las palabras extrañas que salían de mi boca. Había nacido un personaje. Cuando me veía en el espejo transformada en mi muñeca, me preguntaba ¿de cuántas historias habrá sido ella testigo? ¿Habrá vivido ese tiempo de “Cantos de la inocencia”? ¿Se habrá encontrado en los oscuros pasillos de los “Cantos de la experiencia”?
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